domingo, 8 de mayo de 2011

LOS LIBROS QUE NOS QUEDAN POR LEER.

          Creo que era Francisco Umbral el que decía que lo peor de morirse era los libros que uno dejaba por leer. No hay verdad más absoluta para el que no entiende la vida sin la compañía de esos seres encuadernados y repletos de palabras e historias. Estoy leyendo ahora mismo Llámame Broklyn, de Eduardo Lago. La misma semana en la que abro el libro por vez primera, mi mirada ya se posa sobre esa zona de mi biblioteca donde están los libros pendientes de leer. Mi respiración se acelera, en un claro síntoma de alegría y desesperación a partes iguales. Ansiedad por la tentación de coger otro libro sin haber terminado el que tengo entre las manos. Y eso es solamente con los libros que tengo en casa. Luego vas a la librería de turno y compruebas que algunos de tus autores favoritos acaban de publicar, o te llevas la sorpresa por esa reedición tan largamente esperada, o por fin acaban de sacar en edición de bolsillo esa novela que en tapa dura era tan cara. Eso, finalmente, te lleva a la tentación de hacerte con un ejemplar y, cuando llegas a casa, te acuerdas de que Eduardo Lago te está esperando con las páginas abiertas. Y esta historia se repite una y otra vez. Entonces la zona de los libros pendientes de leer va creciendo, y tu ansiedad también. Pero, afortunadamente, recuerdas el pasaje de 84 charing cross road en el que la protagonista dice que hay que leer muy despacio, como si cada libro fuese el último que vas a leer en tu vida. Recuperas el pulso y las páginas de Eduardo Lago.

            Tengo una pesadilla: el mismo día de mi muerte aparece en las librerías la obra maestra de la literatura del siglo XXI, un nuevo Joyce, un nuevo Faulkner, un nuevo Kafka. Lo único que me consuela al despertar es que veo poco probable que aparezcan escritores a corto-medio plazo tan importantes como éstos. No obstante, para mayor seguridad, empiezo a  fumar menos y beber menos café. Nunca se sabe.
MARCO A. TORRES

jueves, 14 de abril de 2011

EL MUNDO COMO UN AEROPUERTO: PLATAFORMA, DE MICHEL HOUELLEBECQ

            Me enfrento a la segunda novela que leo de Michel Houellebecq con ánimo pero con miedo. Hace apenas cinco días que concluí la lectura de Las partículas elementales y aún con la resaca del radical nihilismo de este autor francés me adentro en Plataforma. No me ha defraudado. Me reitero en mi impresión de que estamos ante un gran autor. Ante un autor perdurable, no una flor de un día. Pero también me reitero en la impresión de que no es un autor recomendable a todo el mundo. No es el tratamiento del sexo lo que más me preocupa a la hora de dudar entre si recomendarlo o no; es su infinita poca fe en el hombre, en la capacidad de éste para alcanzar la felicidad, en la más que probable ausencia de futuro que nos espera a los hombres, en la baja moral (por no decir nula) que viste esta Europa decadente. Por eso me resulta curioso que todas las polémicas que tiene este autor sean por dos temas:

-          La cruda exposición de las relaciones sexuales.
-          La supuesta islamofobia que transpiran sus textos.

El primero de los temas polémicos es cierto: Houellebecq relata los encuentros sexuales de sus personajes con todo lujo de detalles, con toda su desnudez. ¿Algún problema en pleno siglo XXI  con este asunto? Sería preocupante...

En cuanto a la supuesta islamofobia no estoy de acuerdo. Quien opine que en Plataforma o en Las partículas elementales hay un frontal rechazo al Islam es que o no ha leído ambas obras o, lo que es peor, las ha leído mal. Otra cosa es que criticar ciertas posturas del Islam esté mal visto por algunos sectores de la sociedad, cosa que tampoco entiendo, pues en democracia y con libertad de expresión cualquier idea es criticable.

Plataforma es, finalmente, una novela sobre la ausencia de felicidad y la eterna búsqueda de esa quimera, sobre el sexo como producto de mercado, sobre las relaciones humanas y las humanas relaciones, sobre el mundo de los viajes y, por encime de todo, sobre los aeropuertos. Y es que nuestro mundo, según Houellebecq, no es más que un enorme aeropuerto en el que siempre estamos de paso, o esperando a alguien.

MARCO A. TORRES

domingo, 10 de abril de 2011

LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES, DE MICHEL HOUELLEBECQ

           
            “Toda  sociedad tiene  sus  puntos débiles, sus llagas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte.”  Michel Houellebecq

           
            De vez en cuando un libro decide pegarte un par de bofetadas.
            De vez en cuando, cada vez más de tarde en tarde, un libro consigue despertar algo dormido en tu interior.
            De vez en cuando un libro  hace pedazos esos esquemas ya llenos de telarañas.   
            De vez en cuando un libro logra zafarse del trasnochado discurso de izquierdas y derechas y sabe golpear en ambas direcciones, sin piedad.                                                           
            De vez en cuando un libro hace que la palabra “polémica” esté plenamente justificada.

            De vez en cuando un escritor hace honor a esa palabra.
            De vez en cuando, cada vez más de tarde en tarde, un escritor consigue parir una OBRA, así, con mayúsculas.
            De vez en cuando un escritor logra escribir algo que  de verdad merece la pena.
            De vez en cuando un escritor logra meter el dedo en la llaga para que salga toda esa maloliente y desagradable pus.
            De vez en cuando un escritor es capaz de nombrar las cosas por su nombre.
            De vez en cuando un escritor en vez de pluma utiliza un bisturí.

            De vez en cuando un lector tiene que ejercer de lector.
            De vez en cuando, cada vez más de tarde en tarde, un lector entabla con la obra que lee una relación particular.
            De vez en cuando un lector deja  el rastro de su mirada en un libro.
            De vez en cuando un lector siente que por dentro algo vuelve a nacer para  volver a morir para volver a nacer para volver a morir.
            De vez en cuando un lector consigue leer.
            De vez en cuando un lector lee y además LEE.
            De vez en cuando un lector puede cerrar un libro con la certeza de que algún día volverá a abrirlo.

           ADVERTENCIA: Las partículas elementales es un libro que todo amante de la literatura debería leer. Sin embargo, me veo obligado a no recomendarlo a aquellas personas especialmente sensibles, ya que  la extrema dureza de algunas de sus descripciones junto con el profundo y radical nihilismo que  transpira la obra hace que ésta sea de difícil digestión.
    
           MARCO A. TORRES

martes, 5 de abril de 2011

PARÍS, NINA SIMONE Y LAS SEGUNDAS OPORTUNIDADES...

Recordaba vagamente Antes del amanecer, tan vagamente que volver a verla no fue realmente volver a verla sino verla por primera vez. Tras pasear hora y media por una Viena de película (como tenía que ser) Ana y yo decidimos ver Antes del atardecer, continuación de la anterior pero con nueve años de diferencia. A pesar de que El padrino II me gusta más que El padrino, realmente no esperaba encontrarme con una cinta tan madura, emocionante (si, muy, muy emocionante), sincera y desnuda como la que asaltó mis retinas.

            Para empezar está París. Ya desde la primera escena en la Shakespeare and Company (ay,...) sabes que vas a reconciliarte con el buen cine; con ese que te agarra y no te suelta hasta que los títulos de crédito te despiertan, porque el cine es un sueño a veinticuatro fotogramas por segundo; con ese cine donde la historia y los actores invaden la pantalla de tal modo que hasta te olvidas que estás viendo una película. Y luego pues nada, a pasear y a hablar, tal y como haríamos en nuestra vida; tomar un café, encendernos un cigarrillo (mmmm...), contar un chiste y contar nuestras miserias, lo tristes que son nuestras frustraciones, las cosas que nos salieron mal y de las que renegamos en silencio, las oportunidades perdidas... El Sena, Notre Dame, el barrio latino... andar, andar, hablar, hablar, reír, llorar, mirar... Y cuando el ambiente está ya caldeado, cuando el horno ha alcanzado la temperatura idónea para que la masa del bizcocho se dore perfectamente, entonces es cuando entramos en el apartamento de Celine, que es un mundo en si mismo. Ese apartamento encierra el universo y la esencia de toda la película: por eso ahí es donde el tiempo, que hasta entonces corría jugando en contra de los protagonistas y del espectador, se detiene, se congela. Y Celine coge su guitarra y canta un vals. Pero no canta como normalmente cantan en las películas, sino como le cantarías una canción a la persona que más quieres, sonriendo, incluso riendo... Y Jesse pone un disco de Nina Simone y Celine baila imitando a la gran Nina. Toda esta parte de la película es un milagro; un puro y real milagro cinematográfico. Eso no es cine, es otra cosa; como otra cosa era la escena del milagro de Ordet, como otra cosa era la conversación de James Stewart y Richard Widmark a la orilla del río en Dos cabalgan juntos, como otra cosa era el motocarro de Casen alejándose al compás de un villancico en Plácido.

            Y Celine sigue bailando al compás de Nina Simone, mientras Jesse está sentado en un sofá y mira con los ojos llenitos de ayer. Ambos, y tú también, acaban de darse cuenta. Hay que coger las segundas oportunidades que nos ofrece la vida, porque no siempre podremos hacerlo. Chico, creo que vas a perder ese avión, dice Celine. Lo sé, dice Jesse. Yo también, añado.

            MARCO A. TORRES

jueves, 31 de marzo de 2011

ESCULPIR EN EL TIEMPO

Me encontraba en uno de esos intervalos de tiempo que transcurren entre que terminas de leer un libro y aún no has comenzado otro; ese feliz momento del nuevo empezar. Recorría una y otra vez los estantes de mi humilde biblioteca a la espera de decidir qué libro sería el elegido cuando mi mirada se paró en un viejo amigo, encuadernación de tapa blanda, unas trescientas páginas, con los restos de antiguas batallas en forma de subrayados y anotaciones en su interior. Mi mano lo sacó de entre sus compañeros (un libro de poemas de Bukowski a la izquierda; El sistema periódico de Primo Levi a la derecha. Esto demuestra el desorden que impera entre mis libros. Creo que tengo mucho trabajo pendiente), dejando ese tierno hueco del elegido, del que se sabe objeto de deseo y se pavonea ante la atónita mirada de Abel Sánchez.

            Releer es una prueba de fuego para cualquier libro (y para cualquier lector). Si tenemos la necesidad, por inexplicable que sea, de releer un libro es un buen síntoma; esa obra funciona, al menos con nosotros. Pues bien, durante unos días estuve releyendo Esculpir en el tiempo de Andrei Tarkovski. Se trata de un ensayo formado por reflexiones, conferencias y artículos en los que Tarkovski hace un recorrido vital por su forma de ver, hacer y pensar el cine. Director de una obra tan corta como intensa, autor de cintas que no dejan impasible al espectador, Tarkovski nos regala unos textos trufados de ideas acerca del sentido del arte, del cine como moldeador del tiempo (de ahí su poético y acertado título. Y es que para el director ruso el cine era Esculpir en el tiempo) y creador de espacios.

            Como los grandes libros de cine (El cine según Hitchcock de Fracois Truffaut, Cine o sardina de Guillermo Cabrera Infante o Sobre John Ford de Lindsay Anderson) Esculpir en el tiempo es mucho más que un ensayo sobre el séptimo arte; es un libro muy bien escrito (que ya es más de lo que se puede decir de muchas novelas que obtienen millonarios premios), un libro plagado de ideas inteligentes acerca del sentido último del arte y del hombre, de la relación entre la fe y el acontecimiento de crear.

            Tarkovski montó su última película Sacrificio mientras recibía sesiones de radioterapia en un hospital. Murió sin poder ver cómo en el festival de Cannes el jurado, la crítica y el público aplaudía su cinta.

            MARCO A. TORRES

martes, 29 de marzo de 2011

EPIFANÍAS


           

            Hay sensaciones que nunca podremos olvidar, que nunca deberíamos olvidar. Sucede cuando conoces a alguien especial, a alguien con el que puedes contar, a alguien con el que firmas un pacto secreto que durará toda la vida. Sucede cuando, mucho más joven y mucho más inocente, besas a esa chica de la que hasta unos días antes no eras más que un amigo y con la que en ese momento, fundidos por un beso furtivo y apresurado, deseas y juras que pasarás toda la vida. Sucede cuando terminas de ver, por vez primera, El sur, y los títulos de crédito comienzan a desfilar ante tus ojos, y una lágrima anuncia que algo ha cambiado en tu vida. Sucede cuando la última canción de O.K Computer deja de sonar, o crees que deja de sonar, pues sabes de sobra que ese disco ya no te abandonará nunca. Son momentos de verdadera epifanía; momentos de los que ya nunca podrás desprenderte, pues se te clavan en la piel de la memoria como tatuajes; momentos con sabor a magdalena proustiana; momentos en los que algo dentro de ti emerge, nace, para no morir jamás. Gracias a estos momentos tenemos amigos que nos acompañan en nuestro viaje vital, una pareja con la que ver pasar los años, un tipo de cine que nos gusta más que otro y unos grupos de música favoritos. Esos momentos, además, van conformando nuestra personalidad, nuestra forma de ser, nuestros gustos y nuestras relaciones, en un caldo de cultivo donde se mezclan amigos y películas, tu pareja y unas determinadas canciones, un verso de un poeta y un recuerdo, un olor y un rostro perdido en la niebla de la memoria.

            Sentado en una silla de mimbre pintada torpemente (torpe porque estaba mal pintada y torpe porque el color era horroroso) una vez leí un libro. Mis horas se consumieron por espacio de cuatro días. Era uno de esos últimos veranos en los que uno es verdaderamente libre. Libre de tener que trabajar para poder subsistir en la Universidad. Libre de tener que estudiar esa asignatura que te ha quedado para septiembre. Libre, en fin, para poder biengastar tu tiempo leyendo, escribiendo, viendo películas con los amigos o yéndote a la playa a ver pasar la vida. Después de comer, cuando todos en casa procedían a consumar el rito de la siesta, yo cogía mi libro, salía al porche y arropado por el silencio me zambullía en las palabras. He de reconocer que he leído libros mucho mejores, libros en los que la buena literatura se ha impuesto, libros que me han hecho llorar (algunos, también, por lo malos que eran), pero también he de reconocer que jamás he vuelto a sentir exactamente lo que sentí leyendo aquel libro. Muchas veces he pensado que en realidad yo leo para intentar buscar en otros libros lo que experimenté con ese libro en concreto. Leer, así, se ha convertido en una búsqueda. La búsqueda, probablemente, de un tiempo irrecuperable; de un tiempo idealizado en mi memoria; de un tiempo que puede que nunca existiera fuera de esa silla de mimbre horriblemente pintada.

MARCO A. TORRES

martes, 8 de febrero de 2011

LUZ EN LA MONTAÑA MÁGICA

        
Otra vez resulta que, durante la cena, los claros rayos del sol poniente caen sobre la mesa de los rusos distinguidos. Han corrido las dobles cortinas (…) pero en alguna parte ha quedado una rendija a través de la cual la luz roja, fría pero deslumbrante, se abre camino para herir certeramente la cara de Madame Chauchat, de manera que (…) ella tiene que  resguardarse con la mano. Es una molestia, pero tan ligera que nadie se preocupa. (…) Hans Canstorp, en cambio, recorre la sala con la mirada y se detiene un instante. Estudia la situación, sigue la  dirección del rayo y localiza el punto por donde penetra el sol. (…) Entonces toma una decisión. Sin decir palabra, se pone en pie, con la servilleta en la mano, atraviesa el comedor sorteando las mesas, cierra bien las dos cortinas de color crema, se cerciora- con una mirada por encima del hombro- de que la luz de poniente ha dejado de filtrarse y de que Madame Chauchat ha quedado liberada y, luego, haciendo un ímprobo esfuerzo por parecer indiferente, vuelve a su sitio. Un joven atento que hace lo que hay que  hacer ya que a nadie más se le ocurre hacerlo… Muy pocos se dieron cuenta de aquella intervención, pero Madame Chauchat se sintió aliviada de inmediato y se dio la vuelta. (…)” (1)
                Muchos podrán decirme que este extracto no es, ni mucho menos, el más representativo de La montaña mágica de Thomas Mann. Me dirán, si es que alguien me dice algo, que debería en todo caso poner uno de los múltiples diálogos entre Naphta y Settembrini, auténticas lecciones de filosofía, moral e Historia. Es posible que tengan razón. De hecho, creo que tienen razón. Lo que  ocurre es que la razón no siempre va de la mano del acto de leer, de emocionarse con un párrafo en concreto, de coger un lápiz y subrayarlo, de cerrar el libro, de muchos tiempo después, no se sabe si por casualidad o por causalidad, volver a abrir el libro y tropezarse, como se tropieza uno con una piedra en el camino, con ese párrafo subrayado y recordar, como uno recuerda su infancia al introducirse en la boca un trozo de magdalena proustiana, el momento exacto en que  subrayó un buen número de palabras en un libro cualquiera.
                Hoy, como  Hans Canstorp, quiero levantarme y cerrar las cortinas para  atenuar la entrada de una luz que  ilumina tanto como a  veces hiere.

                MARCO ANTONIO TORRES
(1)    Mann, Thomas., La montaña mágica, edit. Edhasa, Barcelona, 2005, p.333-334. Traducción de Isabel García Adánez.

domingo, 6 de febrero de 2011

REGRESAR

Volver es siempre algo familiar. Se regresa al hogar después de una noche de juerga con los amigos, tras un viaje, al finalizar la jornada laboral. Allí nos esperan las cosas conocidas y amadas; las personas sí, pero también los objetos, los olores, los colores; todo lo que, en definitiva, mitiga nuestras más oscuras inseguridades y fatigas. Ulises regresa a Ítaca tras un periplo lleno de aventuras, pero también tras una cruenta y larga guerra, algo que a menudo pasa inadvertido, no sé si por comodidad o por ignorancia, ya que en la Ilíada queda claro que Ulises lleva unos buenos años metido en la guerra contra Troya. Y es que tanto la Ilíada como la Odisea pertenecen a ese género de libros de los que muchos hablan pero no tantos han leído en su totalidad, lo que viene a ser igual que hablar de alguien sin apenas conocerlo. Pero no nos desviemos del tema y dejemos esta sugerencia de los libros sobre los que se habla pero que no se leen para otra ocasión. Ulises regresa a Ìtaca porque allí le esperan Penélope y Telémaco, pero también las colinas y las playas de una tierra a la que pertenece porque en ella están anclados sus más remotos recuerdos.

            Hace algunos años tenía la costumbre, cuando se acercaba el calor del mes de Junio, de volver a visitar a mi amigo Jay Gatsby, de regentar sus interminables fiestas llenas de chicas guapas y hombres que empinan el codo, de conversaciones entre banales y trascendentales, de amaneceres llenos de amargura y añoranza. Cada mes de Junio un coche me esperaba en la puerta de mi casa y me llevaba directamente a la mansión de mi amigo, donde la primera copa y el primer cigarrillo amortiguaban lo angosto del camino, y ella, aparecida como un fantasma dickensiano, salía a mi encuentro para abrazarme y darme uno de esos besos que solo la letra impresa y el cine pueden retratar en toda su amplitud; uno de esos besos que te desmontan y te dejan desnudo, sin nada que hacer ni que decir, sino tan solo esperar a que ella vuelva a ser la que mueva ficha. La noche transcurría apacible, como si la vida estuviera concentrada en uno de aquellos cócteles tan bien preparados por ese joven camarero estudiante de literatura y que pasaba las noches entre personas a las que no entendía pero de las que más tarde escribiría, y el alba siempre nos encontraba aturdidos por el alcohol y la música, y nos enseñaba que al fin y al cabo somos humanos. El mismo coche me llevaba de vuelta a casa, no sin antes despedirme de Jay con un fuerte apretón de manos y un “nos vemos en Junio”.

            Cuando apartaba los ojos de mi libro y miraba alrededor me asaltaba la duda, por unos instantes, de si estaba en mi casa o no. Y es que hay sensaciones que son irrepetibles. Una de ellas es leer un buen libro. Otra, aún más intensa, es releer un buen libro. Leer un buen libro es encontrar un hogar. Releer un buen libro es volver al hogar, y los regresos son siempre mucho más literarios.

            MARCO ANTONIO TORRES

sábado, 5 de febrero de 2011

LA INVENCIÓN DE MOREL

       
La capacidad de sorprender de la literatura (del cine ya ni hablamos) resulta a veces, en la actualidad, poco más que un espejismo. Sólo hay que dar una vuelta por las “librerías” para darse cuenta de ello. Si luego cogemos y leemos uno de los libros con formato de lujo, éxito de ventas y “crítica”, pues ya me dirán... Pero no, este artículo no quiere ser uno de esos “lo de ahora no vale nada” y “echemos la vista atrás para recuperar a los clásicos”. ¿O si? Bueno, eso ustedes dirán.

            Termino de leer La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares. Es una novela corta, de unas noventa páginas. Pero sobre todo es una oportunidad para reconciliarse con la buena literatura, con el gusto por narrar, por ser original y poder demostrarlo, por tener la capacidad de sustentar una trama y cerrarla brillantemente. Escrita en 1940 viene acompañada por un prólogo de Borges (gran amigo de Bioy) que ya es una joya en sí mismo. Borges es contundente a la hora de valorar la obra que prologa: “perfecta”. Bueno, con semejante opinión y gustándome Borges (al que considero un escritor verdaderamente fundamental) nada podía fallar. Y por una vez, nada falló...

            Voy a ser lo suficientemente breve como para no tener la tentación de contar nada, absolutamente nada, de la increíble trama. Pero si voy a decir qué cosas creo que no existirían si Adolfo Bioy Casares no hubiese escrito La invención de Morel.

            Sin La invención de Morel no existiría:

            El año pasado en Marienbad, la obra maestra del cineasta Alain Resnais
            La Jetée, de Chris Marker
            12 monos, de Terry Gilliam
            La série Lost
           
            Todas ellas obras muy “originales”, como se ha podido comprobar. Por eso, y por muchas cosas más, un servidor se quita su inexistente sombrero, hace una reverencia y grita a los cuatro vientos: “Larga vida a Morel por la invención de Bioy Casares”.

            MARCO ANTONIO TORRES

martes, 1 de febrero de 2011

ALGUNAS LECTURAS DEL 2010.

Siguiendo la máxima borgiana que reza “que otros se jacten de lo que han escrito que yo lo haré de lo que he leído” este año 2010 que ya se nos fue para siempre he leído mucho (quizás demasiado) y he escrito poco. Espero equilibrar un poco la balanza en este 2011, reposando un poco más los libros e invocando algo más a las musas. De lo que por unas cosas o por otras ha caído en mis manos ( o en mis pupilas, debería decir) durante los 365 días que precedieron al año nuevo hay de todo: clásicos, autores recientes, narrativa, poesía, autores extranjeros, españoles, ...  Trataré a continuación de recordar aquello que, sencillamente, me conmovió, me hizo pensar y me divirtió.

            Tres libros de Orhan Pamuk: Estambul, ciudad y recuerdos, es algo más que un libro sobre una ciudad; es un libro sobre el estado de ánimo de todo un pueblo invadido de melancolía. El museo de la inocencia constituye una vuelta de tuerca más en la visión de la historia de Turquía de los años 70 y 80, pero narrada desde la perspectiva de una relación de amor-obsesión entre dos jóvenes de distinta clase social. Sin embargo mis sorpresa llegó con La casa del silencio, una novela escrita cuando Pamuk aún no tenía ni la más remota oportunidad de ser un autor ganador del Nóbel. Auténtico calidoscopio escrito a la manera de Faulkner y con el mejor Pamuk que recuerdo desde Nieve o La vida nueva. Orhan Pamuk demuestra, una vez más, que es un autor imprescindible y de obligada lectura.

            De los varios ensayos que leí de Harold Bloom, el que más me impactó por su profusión de datos y por lo hipnótico de su estructura fue Genios. A pesar de sus más de mil páginas se lee con avidez y con divertimento, pues la pluma de Bloom despliega toda su sabiduría en unas páginas que recorren la vida y obra de cine genios de la literatura, desde los profetas hasta Thomas Mann o James Joyce. Por cierto que de Thomas Mann por fin me atreví con La montaña mágica, vasta novela  a la que le dediqué horas y horas de atenta lectura. Sin embargo, una vez en la cumbre, el paisaje humano que desde tan privilegiada altura se divisa es sobrecogedor. Otro ocho mil largamente acariciado y que por fin logré encumbrar fue Ulises, de James Joyce. De este libro se ha escrito tanto que cualquier cosa que se diga resulta gratuita. Está claro que James Joyce mata la novela, la asesina y hace algo nuevo. Está claro que Joyce crea un divertimento intelectual de mil páginas, imposibles de reproducir a modo de sinopsis. Está claro que sin Ulises no estaría Faulkner, ni nosotros tendríamos a nuestro Juan Benet, o a Rafael Chirbes. Sin embargo la novela más compleja que he leído en 2010 no ha sido ni La montaña mágica ni Ulises: ha sido El ruido y la furia de William Faulkner. A pesar de no ser una novela excesivamente larga, requiere una concentración máxima si no quieres desistir de leerla tras veinte páginas. De las cuatro partes que consta la novela (contada desde cuatro puntos de vista distintos y en diferentes épocas) me quedo con la primera, la más difícil pero también lo más atrevido a nivel de pura narración que he leído en mi vida: contar algo desde el punto de vista de un persona con problemas mentales graves, lo que conlleva confusión de tiempos verbales, saltos absurdos en el tiempo, repetición abusiva de expresiones, corte abrupto de frases... Faulkner demuestra que es, junto a James Joyce, el novelista más influyente (no he dicho el mejor) del pasado siglo.



            De Historia universal de la destrucción de los libros ya he hablado en este blog, de manera que simplemente reincido en mi opinión de que es uno de los mejores libros que he leído en mucho, mucho tiempo.

            Anatomía de un instante de Javier Cercas demuestra cómo se puede escribir sobre historia y hacerlo bien, sin demagogias baratas y con estilo, sin maniqueísmos y con un enfoque personal, sin politización ciega y con claridad meridiana. Un libro que demuestra, junto a la excelente Soldados de Salamina, que Cercas es uno de los autores españoles jóvenes que más alegrías nos va a dar en el futuro.

            Antonio Muñoz Molina no me defraudó con su última novela, La noche de los tiempos, un relato de amor en el difícil marco de los últimos meses de la II república, cuando todo está a punto de saltar por los aires. Novela de aliento épico y romántico, su protagonista, Ignacio Abel, representa a todos aquellos que asistieron atónitos al derrumbe del mundo y no pudieron hacer nada.

            Por fin conseguí una edición del Cántico Cósmico de Ernesto Cardenal. Aún estoy en proceso de asimilar todo lo que en este impresionante poemario nos dice el poeta. Creo, sin miedo a equivocarme, que se trata de uno de los libros de poesía más ambiciosos que he leído, ya que Cardenal pretende encerrar en sus cantigas todo el mundo, todo el universo, todo el amor y todo Dios. Es un extenso poema que ocupa más de 400 páginas y que coloca, si aún había alguna duda, a Ernesto Cardenal como uno de los poetas fundamentales de la segunda mitad del siglo XX.

            Otros libros que leí y que recomiendo son:

-          Hadji Murat, una novelita corta de Leon Tolstoi realmente emocionante.
-          Las batallas en el desierto, un relato corto de gran aliento poético de José Emilio Pacheco.
-          León de ojos verdes, un juego literario entre novela y relato lleno de agradables sorpresas. Firma el gran Manuel Vicent.
-          Un campeón desparejo, de Adolfo Bioy Casares.
-          Los de abajo, de Mariano Azuela.

Estos y otros libros llenaros parte de las horas libres del pasado año 2010. Otras lecturas aguardan en la estantería y en las librerías a que mis pupilas se posen sobre sus páginas. Esperemos que este año 2011 sea, al menos en lo literario, tan bueno como el anterior.
           

            MARCO ANTONIO TORRES