miércoles, 14 de marzo de 2012

SALGARI: KILÓMETRO CERO

             La primera vez casi nunca es la mejor, pero es la que se recuerda, precisamente por ocupar ese puesto privilegiado. Esta máxima vale para el amor, para el sexo (solo o acompañado), para el alcohol (la primera borrachera nunca se olvida, por mucho que se haya bebido) y para la literatura. Vivir es recordar. A los que nos gusta escribir lo que en realidad nos gusta es recordar. A los que nos gusta leer lo que en realidad nos gusta es recordar lo que otros recordaron.



            El primer libro que leí fue Los misterios de la jungla negra, de Emilio Salgari. Claro que antes había leído muchos cuentos y muchos otros libros, pero eso no era leer; eso era pasear mis retinas por una serie de palabras impresas. Leer es reflexionar sobre lo que hemos leído; ser conscientes de que al cerrar el libro todo un mundo habita para siempre en nuestro interior. Así que perdí mi virginidad lectora en verano, a la hora de la siesta, mientras mis padres dormían, sentado en una silla de mimbre pintada de verde. Todas las virginidades parecen perderse a esa hora tan intempestiva, como si no quisiéramos demorar por más tiempo la necesidad de experimentar lo que aún no hemos experimentado, por ver a qué sabe lo que aún no hemos probado, por besar esa piel tan huidiza. Lo peor de perder cualquier virginidad es que ya no volverás a perderla.



            Si mi vida lectora fuese un mapa de carreteras, Emilio Salgari sería mi kilómetro cero, el punto de partida, el inicio del camino. Leer a Emilio Salgari me llevó a leer a Robert L. Stevenson; leer a Stevenson me llevó a leer a Walter Scott; leer a Scott me llevó a leer a Victor Hugo. Evidentemente este proceso es dilatado en el tiempo y está lleno de áreas de servicio, restaurantes de carretera, desvíos y callejones sin salida, pero básicamente ahí comienza mi ruta 66. Lo malo de viajar mucho es que, a veces, olvidas el lugar del que procedes, apenas lo vislumbras en el mapa; sólo es un punto que indica un lugar en el que una vez fuiste feliz (o no).



            Los misterios de la jungla negra, la serie de novelas de Sandokan, El león de Damasco o Los pescadores de ballenas me llevaron también a jugar con las palabras. En un intento entre ingenuo y ridículo de emular a mi primer ídolo literario, emborronaba libretas y más libretas con aventuras descaradamente copiadas del imaginario del escritor italiano: piratas que zarpaban de las costas de Torrevieja, arponeros que cazaban ballenas cerca de Santa Pola o aventureros que se adentraban en la sierra de Callosa.



            En muchos aspectos soy lo que soy gracias a aquella tarde en que emprendí la lectura de mi primera novela de Emilio Salgari. Algo nació y murió en aquella silla de mimbre pintada de color verde. Antes de que el tiempo y el exceso de kilómetros me hagan olvidar de dónde procedo prefiero detener el coche, abrir la puerta, salir, apoyarme en el maletero, encender un cigarrillo y mirar hacia atrás. Tremal-Naik me saluda desde el horizonte.



            (Es muy curioso que en su ensayo Alfabetos, el escritor italiano Claudio Magris relate que el primer libro del que tiene un recuerdo nítido sea, precisamente, Los misterios de la jungla negra, de Emilio Salgari. Es probable que la Ruta 66 trace un círculo condenado a repetirse eternamente.)


jueves, 8 de marzo de 2012

LINCOLN

              “- Son leales a usted.- Seward alzó nuevamente su copa-. Son leales al ejército, a la Unión, a ellos mismos, a lo que han hecho durante estos cuatro años, a sus muertos.
- Beberé en su honor- Dijo Lincoln (…)-. Estoy orgulloso de que hayan votado por mí. Orgulloso y sorprendido, con tantos muertos como ha habido.- Su voz se quebró.
- También ellos lo habrían votado- dijo Seward.
- ¿Los muertos?- Lincoln parecía asombrado. Luego movió la cabeza-. No gobernador. Los muertos jamás votarán por mí, ni en este ni en ningún otro mundo.”
                                                                        (Lincoln, de Gore Vidal)


El pasado día 5 de Febrero iniciaba la lectura, con miedo y con ilusión, de Lincoln. Era la novela de Gore Vidal uno de esos libros que siempre me apetecía leer pero nunca encontraba el momento (sinónimo de “valor”) para hacerlo. Llegó la Navidad y con ella los regalos “duros” (Regalos duros: libros, discos, películas. Regalos blandos: ropa ...). Uno de esos regalos duros fue Lincoln. Dejé pasar un mes y decidí ocuparme de David Vann, de Cormac Mccarthy y de Charles Dickens. El viejo Abe me miraba retador desde la estantería. “Te faltan arrestos, muchacho”, parecía decirme en un inglés que curiosamente entendía a la perfección. Febrero me pilló con la moral por las nubes y enganché al Tycoon por las solapas. Un mes más tarde leo la última frase y cierro el libro con la certeza de que dentro de unos años volveré a abrirlo.

Es muy de agradecer que Gore Vidal plantee su novela a base de diálogos, dejando las descripciones a un lado (aunque también las hay, y algunas con muchísima fuerza, como el discurso de Lincoln en lo que fue el campo de batalla de Gettysburg). Es de agradecer porque tratándose de un libro de mil páginas un cargar las tintas con descripciones hubiese ralentizado el ritmo de lectura considerablemente. Además, los diálogos de Vidal tienen una fuerza extraordinaria y no carecen de cierto sentido del humor y, en ocasiones, de una inteligente y fina ironía. Diálogos que, a medida que avanza la lectura, van describiendo a un personaje poliédrico, en ocasiones hermético y en ocasiones cercano como un amigo con el que se toma café. Sabemos de Lincoln no sólo a través de lo que él dice, que es mucho y muy interesante, sino, sobre todo, a través de lo que otros, aquellos con los que trabajó, aquellos que conspiraron contra él, aquellos que lucharon con y contra él, hablan a sus espaldas. Pero hablar de Lincoln es hablar, por encima de todo, de la Guerra Civil. Ya desde el arranque de la novela, magistral ejercicio de suspense que consigue atraparte desde el inicio, con la llegada de Lincoln disfrazado a la estación de Washington para tomar posesión de su cargo, queda claro que el tema central de la novela es un personaje (Lincoln) enfrentado a una realidad que, en ocasiones, le supera (la Guerra). Ahí, y no en otro lado, es donde radica la universalidad de esta novela, su permiso para formar parte de un canon literario cada vez menos exigente.

El libro está dividido en tres partes:
1.-  Consta de veinte capítulos y aproximadamente 350 páginas. Abarca desde la llegada de Lincoln a Washington para tomar posesión de su cargo el 23 de febrero de 1861 hasta el final de ese mismo año, con el estallido definitivo de la contienda bélica entre los estados unionistas y los estados confederados.
2.- Doce capítulos en aproximadamente 360 páginas. Arranca con la Navidad de 1861 y concluye con la batalla de Gettysburg durante el verano de 1863. Es, posiblemente, la mejor de las tres partes.

3.- Doce capítulos y un epílogo en aproximadamente 300 páginas. Últimos combates de la guerra, reelección como presidente de Lincoln y, finalmente, su asesinato en el teatro.

 En la parte final del capítulo 10 de la segunda parte, Gore Vidal nos regala un momento mágico: el encuentro entre Walt Whitman y Mr. Chase (Secretario del Tesoro), donde el primero le pide trabajo. Fue un encuentro real que Vidal recrea de manera brillante. Finalmente Chase no hace caso de Whitman y sólo se queda su carta de recomendación porque viene firmada por Ralph Waldo Emerson y es una manera de tener su autógrafo. He de reconocer que no pude evitar, nada más terminar de leer este gran libro de Gore Vidal, volver a leer, una vez más, la hermosa elegía que Whitman le dedicó a Lincoln. La última  vez que  florecieron las lilas en el huerto es uno de esos poemas que me han acompañado en muchos momentos de mi vida, como ciertos versos de Cernuda, de Miguel Hernández, de Antonio Machado, de León Felipe, de Rudyard Kipling. Walt Whitman trabajó finalmente como enfermero durante la contienda bélica. Fue anotando en una especie de diario todo aquello que observaba. Hace unos meses por fin se tradujo a nuestro idioma dicho diario. Hoy ese libro me espera en la estantería o, lo que es más probable, yo lo espero a él.

“La última vez que florecieron las lilas en el huerto,
y la gran estrella pronta descendía por el oeste al anochecer,
lloré, y lloraré aún más con la primavera que siempre
vuelve.”
               (De "Recuerdos del Presidente Lincoln", de Walt Whitman)



















jueves, 1 de marzo de 2012

CÁNTICO CÓSMICO

          El nombre Ernesto Cardenal apareció en mi vida cuando comencé a leer algunos libros sobre la Teología de la Liberación. Eran tiempos en los que poco a poco iba tomando forma en mí un pensamiento que hasta hoy me ha acompañado: la sensación de pertenencia a una Iglesia distinta. Pero no quiero ahora hablar de eso, aunque tratándose de Cardenal parece difícil que pueda evitar esa tentación. Recuerdo como si fuera ahora esos libros de tapa blanda con impactantes títulos y no menos impactantes argumentos. Y recuerdo, también, esos nombres de gentes a las que he aprendido a admirar a medida que otros se dedicaban a criticar unos trabajos que, dudo, leyeran en profundidad. Hablo de Jon Sobrino, de Helder Cámara, de Ignacio Ellarcuría, de Leonardo Boff, de Gustavo Gutierrez, de Ernesto Cardenal. No me gustaría pensar que son nombres que para muchos ya no dicen nada, pero lo pienso. No me gustaría pensar que ahora ya nadie les escucha, pero lo pienso. No me gustaría pensar que son anatemas prohibidos, pero lo pienso.



            El nombre del poeta Ernesto Cardenal apareció en mi vida a través de un breve poema incluido en su libro Epigramas. Más tarde, interesado por la calidad y la claridad de un poeta al que creí poseedor de  una voz verdadera, leí otros poemas, como Oración por Marilyn Monroe. Fue entonces, buscando información, cuando me encontré con un título que, como un imán, atrajo mi atención: Cántico Cósmico. Algunos de los poetas que más me habían impresionado utilizaban la palabra Canto o Cántico en sus obras: Walt Whitman (siempre Whitman, persiguiéndome a lo largo de mi vida lectora) o Pablo Neruda. La segunda palabra fue la que me terminó de seducir: Cósmico. Intuía en ella el anhelo de abarcarlo todo. Ya no era un Canto General o un Canto a mí mismo. Luché como nunca por tratar de conseguir el libro. Hay veces que, en determinados lugares, es complicado acceder a ciertos libros de ciertas editoriales. La espera mereció la pena y desde la primera lectura, apresurada y poco atenta, se convirtió en uno de esos libros a los que siempre vuelvo.



            El libro Cántico Cósmico apareció en mi vida y se instaló cómodamente, ocupando primero algunas partes de mi ser, pero apoderándose finalmente, como aquella presencia misteriosa en el relato de Cortázar, de Marco Antonio Torres Mazón. No soy objetivo con este libro, así que hacer un análisis pormenorizado de él me resultaría tan complicado como hablaros de mi familia o de mis mejores amigos. Ahora, si lo que queréis es mi opinión sincera y personal, diré que Cántico Cósmico es el mejor libro de poemas escrito en nuestro idioma durante la segunda mitad del pasado siglo XX. Os lo advertí, y el que advierte no es traidor. Sin embargo haré un esfuerzo y trataré de hablaros un poco de este maravilloso poemario.



            Ernesto Cardenal estuvo trabajando en este libro durante más de treinta años. Se nota en el mimo por la precisión en la utilización de un lenguaje que debe cantar las grandezas del Universo (galaxias, estrellas, supernovas,), del Amor (humano y divino) y del Hombre (como objeto de una Historia y como sujeto destinado a amar y ser amado). Y es que en el Cántico Cósmico el tema es TODO, así, con mayúscula: la creación del Universo, el origen de la vida, las grandes revoluciones sociales, el amor sexual y erótico, la ciencia y la razón, los mitos y las creencias, Einstein, Galileo y Oppenheimer, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Rilke y Confucio… y las estrellas; millones y millones de estrellas que, noche tras noche, iluminan nuestros miedos. Pero no es el miedo un tema en Cántico Cósmico; acaso la esperanza y la alegría por pertenecer a este enorme lienzo que llamamos creación.



            Dividido en cuarenta y tres “cantigas” que ocupan una extensión de más de cuatrocientas páginas, Cántico Cósmico es la obra de una vida; la obra de todas las vidas. Por eso ahora entiendo las palabras de Ernesto Cardenal cuando dijo: “el propósito de mi Cántico es dar consuelo”. Gracias, maestro.