martes, 8 de febrero de 2011

LUZ EN LA MONTAÑA MÁGICA

        
Otra vez resulta que, durante la cena, los claros rayos del sol poniente caen sobre la mesa de los rusos distinguidos. Han corrido las dobles cortinas (…) pero en alguna parte ha quedado una rendija a través de la cual la luz roja, fría pero deslumbrante, se abre camino para herir certeramente la cara de Madame Chauchat, de manera que (…) ella tiene que  resguardarse con la mano. Es una molestia, pero tan ligera que nadie se preocupa. (…) Hans Canstorp, en cambio, recorre la sala con la mirada y se detiene un instante. Estudia la situación, sigue la  dirección del rayo y localiza el punto por donde penetra el sol. (…) Entonces toma una decisión. Sin decir palabra, se pone en pie, con la servilleta en la mano, atraviesa el comedor sorteando las mesas, cierra bien las dos cortinas de color crema, se cerciora- con una mirada por encima del hombro- de que la luz de poniente ha dejado de filtrarse y de que Madame Chauchat ha quedado liberada y, luego, haciendo un ímprobo esfuerzo por parecer indiferente, vuelve a su sitio. Un joven atento que hace lo que hay que  hacer ya que a nadie más se le ocurre hacerlo… Muy pocos se dieron cuenta de aquella intervención, pero Madame Chauchat se sintió aliviada de inmediato y se dio la vuelta. (…)” (1)
                Muchos podrán decirme que este extracto no es, ni mucho menos, el más representativo de La montaña mágica de Thomas Mann. Me dirán, si es que alguien me dice algo, que debería en todo caso poner uno de los múltiples diálogos entre Naphta y Settembrini, auténticas lecciones de filosofía, moral e Historia. Es posible que tengan razón. De hecho, creo que tienen razón. Lo que  ocurre es que la razón no siempre va de la mano del acto de leer, de emocionarse con un párrafo en concreto, de coger un lápiz y subrayarlo, de cerrar el libro, de muchos tiempo después, no se sabe si por casualidad o por causalidad, volver a abrir el libro y tropezarse, como se tropieza uno con una piedra en el camino, con ese párrafo subrayado y recordar, como uno recuerda su infancia al introducirse en la boca un trozo de magdalena proustiana, el momento exacto en que  subrayó un buen número de palabras en un libro cualquiera.
                Hoy, como  Hans Canstorp, quiero levantarme y cerrar las cortinas para  atenuar la entrada de una luz que  ilumina tanto como a  veces hiere.

                MARCO ANTONIO TORRES
(1)    Mann, Thomas., La montaña mágica, edit. Edhasa, Barcelona, 2005, p.333-334. Traducción de Isabel García Adánez.

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