“Con la llegada de la primavera necesito un libro de poemas
de amor. ¡Nada de Keats o Shelley! Envíeme poetas que sepan hablar del amor sin
gimotear… Wyatt o Johnson o alguien por el estilo: lo dejo a su criterio. Pero
que sea una edición linda y preferiblemente de pequeño formato, para poder
metérmelo en los bolsillos de los pantalones y llevármelo a Central Park.” 84, Charing Cross Road, de Helene Hanf.
Llevar
libros en la bandolera (o en el bolso, o en una mochila...) es algo que yo
siempre recomiendo. Los que sufrimos esa enfermedad incurable de adicción a la
letra impresa sabemos de sobra que el tiempo es oro. Leer es rellenar tiempo
con palabras. Normalmente suelo leer dos (a veces, si no son demasiado densos,
hasta tres) libros al mismo tiempo. Uno de ellos (el que más pesa) lo dejo en
casa, en la mesita de noche, en la mesa del comedor, en el despacho, en la mesa
de la cocina, en una silla. El que menos pesa (que no siempre es el menos
pesado) lo llevo en mi bandolera y lo leo en esas zonas muertas de tiempo que
todos tenemos a lo largo del día: diez minutos antes de entrar al trabajo y
mientras tomo café en la cafetería de Carlos; mientras espero a que Ana salga
del Instituto dentro del coche; en la sala de espera del hospital.
Recuerdo un
viaje que mi hermano pequeño, mis padres y yo hicimos a Ciudad Real. Era verano
y yo tenía catorce años. Es el único viaje que he hecho con mis padres. Lo hicimos
en coche, en un viejo BMW 525I color blanco y con ¡dirección asistida! Dos
semanas antes de emprender semejante aventura, mi padre se había empeñado en
que leyera Los miserables, de Victor Hugo. Como siempre he sido un buen
chico y he hecho caso a mi padre, comencé a leer las aventuras y desventuras
del bueno de Jean Valjean. Se trataba de una vieja edición de tapa dura
dividida en dos tomos. Era la versión completa, nada de escamotear los pasajes
históricos, como la batalla de Waterloo. Como me plantee que se trataba de un
libro de aventuras muy largo (así me lo vendió mi padre) pues no tuve ningún
problema y la historia me enganchó desde el principio. Mi padre siempre cuando
me vendía un libro lo hacía contándome de qué trataba, pero sin “spoilers”. Dejaba
puertas abiertas para que el gusanillo del “y qué pasa después” te carcomiera
el alma. Piqué, leí y llegó el día de partir a Ciudad Real. No estaba dispuesto
a dejar el segundo tomo, ya con Cosette y Mario en acción, con Javert pisándole
los talones a Valjean, con París a punto de saltar por los aires, en casa. Cogí
el pesado (de peso...) tomo y lo metí en mi bolsa de viaje. ¿Pero para qué te
vas a llevar eso, chico? Mamá, contesté, seguro que tengo tiempo durante el
viaje para leer, o por las noches antes de dormir. Bueno, tú verás, pero no te
quedes todo el día ensimismado sin levantar la vista del libro, que te conozco.
Vale, repuse como el niño bueno que era. Le hice caso a medias. Soy un buen
chico, pero creo que no soy tonto. Sólo levanté la vista cuando visitamos
Almagro, con su precioso corral de comedias donde las obras de Lope eran
disfrutadas por el pueblo. Incorregible.
Leyendo Lugares
que no quiero compartir con nadie, cuenta Elvira Lindo que su marido,
Antonio Muñoz Molina (el mejor escritor español vivo junto con Andrés
Trapiello, y no soy exagerado) siempre va cargado con una mochila llena de
libros. Cuando sale de la universidad donde imparte clases de literatura, le
gusta dar un paseo y sentarse a la orilla del Hudson a leer y a tomas notas en
su cuaderno.