jueves, 10 de mayo de 2012

LIBROS EN LA BANDOLERA


“Con la llegada de la primavera necesito un libro de poemas de amor. ¡Nada de Keats o Shelley! Envíeme poetas que sepan hablar del amor sin gimotear… Wyatt o Johnson o alguien por el estilo: lo dejo a su criterio. Pero que sea una edición linda y preferiblemente de pequeño formato, para poder metérmelo en los bolsillos de los pantalones y llevármelo a Central Park.” 84, Charing Cross Road, de Helene Hanf.





            Llevar libros en la bandolera (o en el bolso, o en una mochila...) es algo que yo siempre recomiendo. Los que sufrimos esa enfermedad incurable de adicción a la letra impresa sabemos de sobra que el tiempo es oro. Leer es rellenar tiempo con palabras. Normalmente suelo leer dos (a veces, si no son demasiado densos, hasta tres) libros al mismo tiempo. Uno de ellos (el que más pesa) lo dejo en casa, en la mesita de noche, en la mesa del comedor, en el despacho, en la mesa de la cocina, en una silla. El que menos pesa (que no siempre es el menos pesado) lo llevo en mi bandolera y lo leo en esas zonas muertas de tiempo que todos tenemos a lo largo del día: diez minutos antes de entrar al trabajo y mientras tomo café en la cafetería de Carlos; mientras espero a que Ana salga del Instituto dentro del coche; en la sala de espera del hospital.



            Recuerdo un viaje que mi hermano pequeño, mis padres y yo hicimos a Ciudad Real. Era verano y yo tenía catorce años. Es el único viaje que he hecho con mis padres. Lo hicimos en coche, en un viejo BMW 525I color blanco y con ¡dirección asistida! Dos semanas antes de emprender semejante aventura, mi padre se había empeñado en que leyera Los miserables, de Victor Hugo. Como siempre he sido un buen chico y he hecho caso a mi padre, comencé a leer las aventuras y desventuras del bueno de Jean Valjean. Se trataba de una vieja edición de tapa dura dividida en dos tomos. Era la versión completa, nada de escamotear los pasajes históricos, como la batalla de Waterloo. Como me plantee que se trataba de un libro de aventuras muy largo (así me lo vendió mi padre) pues no tuve ningún problema y la historia me enganchó desde el principio. Mi padre siempre cuando me vendía un libro lo hacía contándome de qué trataba, pero sin “spoilers”. Dejaba puertas abiertas para que el gusanillo del “y qué pasa después” te carcomiera el alma. Piqué, leí y llegó el día de partir a Ciudad Real. No estaba dispuesto a dejar el segundo tomo, ya con Cosette y Mario en acción, con Javert pisándole los talones a Valjean, con París a punto de saltar por los aires, en casa. Cogí el pesado (de peso...) tomo y lo metí en mi bolsa de viaje. ¿Pero para qué te vas a llevar eso, chico? Mamá, contesté, seguro que tengo tiempo durante el viaje para leer, o por las noches antes de dormir. Bueno, tú verás, pero no te quedes todo el día ensimismado sin levantar la vista del libro, que te conozco. Vale, repuse como el niño bueno que era. Le hice caso a medias. Soy un buen chico, pero creo que no soy tonto. Sólo levanté la vista cuando visitamos Almagro, con su precioso corral de comedias donde las obras de Lope eran disfrutadas por el pueblo. Incorregible.



            Leyendo Lugares que no quiero compartir con nadie, cuenta Elvira Lindo que su marido, Antonio Muñoz Molina (el mejor escritor español vivo junto con Andrés Trapiello, y no soy exagerado) siempre va cargado con una mochila llena de libros. Cuando sale de la universidad donde imparte clases de literatura, le gusta dar un paseo y sentarse a la orilla del Hudson a leer y a tomas notas en su cuaderno.


            Dicen que los que leemos mucho somos seres solitarios. No estoy del todo de acuerdo. Creo, más bien, que los que leemos mucho disfrutamos de nuestros momentos de soledad; los llenamos de palabras, de historias, de pensamientos. Compartimos con el escritor al que leemos una confidencialidad que a veces no logramos con nadie más. Lean, por favor, lean lo que sea que caiga en sus manos. Y tengan siempre una mochila, un bolso, una bandolera, donde meter esas palabras con las que luego rellenar los segundos, los minutos o las horas de los días que han de venir.