sábado, 13 de noviembre de 2010

VEINTICINCO PELÍCULAS


                Dicen que cuando alguien le pedía una lista de sus películas favoritas a Peter Bogdanovich siempre contestaba algo así como: esta es mi lista hoy y ahora; mañana puede ser otra completamente distinta. Bueno, pues esta es la mía a 13 de noviembre de 2010.
                (Las películas no están ordenadas ni por fechas ni por preferencias)

                1.- Pasión de los fuertes, de John Ford
                2.- Los pájaros, de Alfred Hitchcock
                3.- Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini
                4.- Cimarrón, de Anthony Mann
                5.- Río Rojo, de Howard Hawks
                6.- El padrino II, de Francis Ford Coppola
                7.- El buscavidas, de Robert Rossen
                8.- La caza, de Carlos Saura
                9.- El bazar de  las  sorpresas, de Ernst Lubisch
                10.- 2001, de Stanley Kubrick
                11.- Pat Garret y Billy the kid, de Sam Peckinpah
                12.- Lawrence de Arabia, de David Lean
                13.- Annie Hall, de Woody Allen
                14.- Taxi Driver, de Martin Scorsese
                15.- Blade Runner, de Ridley Scott
                16.- Secretos y mentiras, de Mike Leight
                17.- The Straight Story, de David Lynch
                18.- Smoke, de Wayne Wang y Paul Auster
                19.- Encuentros en la tercera fase, de Steven Spielberg
                20.- Ordet, de C.T. Dreyer
                21.- El retorno del Jedi, de Richard Marquand (¡George Lucas!!!!)
                22.- Plácido, de Luis García Berlanga
                23.- Barton Fink, de los hermanos Coen
                24.- El jinete pálido, de Clint Eastwood
                25.- Sacrificio, de Andrei Tarkovski
MARCO ANTONIO  TORRES

martes, 9 de noviembre de 2010

ELECCIÓN Y SELECCIÓN: EL SEÑOR BLOOM

   
             En una cafetería un sábado por la tarde la conversación deriva de forma extraña sobre la ardua cuestión de si debemos o no elegir aquello que vemos, leemos o escuchamos; si debemos seleccionarlo cuidadosamente, teniendo en cuenta aquello que de esta manera nos podemos perder, o si por el contrario debemos no seleccionar tanto y así dar oportunidad a otras cosas, aunque entre esas cosas se encuentren cosas de muy poca calidad. Debido a mi incontinencia verbal termino hablando de Bloom y su Canon occidental. Y es que debo advertir a mis amigos que es peligroso hablar de ciertas cosas en mi presencia.
           
            El primer libro de Harold Bloom que cayó en mis manos fue, obviamente, El canon occidental. Y no menos obvio fue el hecho de que lo primero que hice fue, casi de forma instintiva, ir a la parte final del libro donde aparecen, agrupados por países, los libros y autores que, según entendía en aquel momento, el señor Bloom decía que eran imprescindibles. ¡Menuda sorpresa!, muchos de los autores que me gustaban ni siquiera aparecían en esa lista (Paul Auster, Orhan Pamuk, Antonio Muñoz Molina, Manuel Vicent,...). Pasado el disgusto inicial decidí volver a echar un vistazo a la parte final del libro y repasar los autores a los que había leído, a ver si eran muchos o pocos. Y entonces sí que me llevé una gran sorpresa al comprobar que no sólo eran pocos (en comparación con la amplitud de la lista en cuestión) sino que un buen número de autores ni siquiera me sonaban de nada. El siguiente paso fue buscar por otras vías a algunos de esos autores a los que no conocía. Entonces fue cuando me di cuenta de que la gran mayoría eran autores renombrados y considerados verdaderos clásicos de la literatura universal por un elevado número de críticos. Bueno, algo saqué en claro en ese momento: este tipo (el señor Bloom) acaba de llamarme ignorante en mis propias narices. Veamos qué más me dice...

            Algo ha llovido desde entonces y entre esas gotas de lluvia algunos libros y autores que ya forman parte de mi biblioteca personal. Es algo que debo agradecer a este orondo profesor de literatura de la Universidad de Yale, en los Estados Unidos. Nunca me ha importado reconocer mi ignorancia, pues pienso que aquel que no lo hace por sistema es una persona aún más ignorante que yo, ya que está cercenando su capacidad de aprender a costa de un ilusorio conocimiento que no posee. Bien, el caso es que leí con avidez El canon occidental y me pareció un ensayo brillante, lleno de ideas muy bien explicadas, alguna salida de tono que hacía más digerible el libro (su obsesión por Shakespeare) y sobre todo algo que me hizo pensar y darle la razón: el ser humano es finito, tiene fecha de caducidad. Esto es muy importante para entender porqué hay necesidad de hacer un canon literario. Un hombre no puede leer todos los libros (¡ni siquiera una décima parte!) que se han escrito. Así, hay que seleccionar muy bien lo que se lee (si se quiere leer bien, claro). Agradecido por la enseñanza aprendida en El canon occidental, lo cual no quiere decir que esté de acuerdo en todo, ni mucho menos, otros ensayos de Harold Bloom fueron filtrándose por mis retinas: Cómo leer y por qué, Cuentos y cuentistas o el monumental Genios. Algún día hablaré de estos libros y del señor Bloom más a fondo. Hoy solo quiero despedirme recordando que nuestra vida, lo queramos ver o no, es una constante elección.

MARCO ANTONIO TORRES

sábado, 23 de octubre de 2010

LA DESTRUCCIÓN DE LOS LIBROS (Y UNA CUCHARA)

Creo que me estoy haciendo viejo. Recuerdo que cuando era pequeño y llegaba a casa del colegio al medio día y veía que mi madre había preparado para comer lentejas, cocido, habichuelas, o, en general, cualquier comida que para llevarla a la boca hiciera falta una cuchara, ponía cara de asco y terminaba soñando con que llegaran los postres. Ahora, sin embargo, disfruto de verdad con unas buenas lentejas estofadas con morcilla de arroz. Es lo que tiene cumplir años, pienso. Lo mismo me ha ocurrido con los ensayos, ese género literario en el que cabe de todo y no sobra de nada, cocido a fuego lento de sabiduría e ideas inteligentes. A buenas horas con mis veinte años iba a estar leyendo un ensayo tras otro... y, sin embargo, los años destruyen calendarios y apagan velas en las tartas, además de hacer que me aficione a un género en el que, en muchas ocasiones, encuentro lo que busco como un desesperado en las novelas: que alguien me haga pensar, además de entretenerme, claro.

            Fernando Báez me mira tras sus gafas ahumadas y mantiene las distancias mediante una pipa que casi forma parte de su fisonomía. Historia universal de la destrucción de los libros es uno de los mejores libros que he leído en los últimos dos o tres años. Ensayo demoledor que habla de lo que el título anuncia, sin concesión alguna: Báez traza un mapa temporal y geográfico que arranca en Sumer, recorre el mundo entero, y termina en Irak. Miles de años de historia; de historia de destrucción de un patrimonio cultural tan valioso como difícil de calcular y evaluar. No debe ser fácil para un bibliotecario como es Fernando Báez hablar de libros destruidos, quemados, sepultados, rotos, devorados por los hongos y las bacterias, por los hombres y las inclemencias del clima o las tragedias naturales, por la torpeza de sus cuidadores o por el deseo de controlar aquello que se teme. Sin embargo, el autor no sólo sale bien parado de esta dificultad, sino que borda un ensayo tan brillante como necesario, uno de esos libros que todos deberían leer (y estudiar). Y es que cuando Báez  hace recuento de los daños que se han producido (que hemos producido) a lo largo de los siglos en los libros, en la palabra escrita, el lector comienza a sentir que está leyendo una novela de auténtico terror.

            Cuando terminé de leer Historia universal de la destrucción de los libros dos cosas me quedaron muy claras:
            Uno, la destrucción de los libros comienza en el mismo momento en que aparece la palabra escrita.
            Dos, Fernando Báez ha conseguido con este ensayo uno de los libros más bellos y terroríficos de la reciente historia de la literatura en español.

            Y es que donde esté la comida de cuchara...

sábado, 9 de octubre de 2010

PALABRAS, MÚSICA E IDENTIDAD: LA HIJA DEL SEPULTURERO, DE JOYCE CAROL OATES

“Era una mujer a quien le había sido arrebatado su idioma infantil, y ningún otro lenguaje deja al descubierto el corazón” (1).
                Esta frase puede servir como centro en torno al cual gira toda la vasta novela de Joyce Carol Oates, La hija del sepulturero. A pesar de sus casi setecientas páginas, y de la indudable densidad de la historia, Carol Oates consigue que penetremos, como  a través de una herida abierta por un preciso bisturí, en la esencia misma de la búsqueda de una identidad que, literalmente, pueda salvarnos la vida. A través de la historia de los Schwart durante tres generaciones, y con Rebecca  como centro y eje, asistimos al desarrollo de un hilo narrativo que arranca (aunque no en la novela, ya que  se trata de un flashback en este caso muy inteligentemente utilizado) en 1936 y concluye en 1999, abarcando  así gran parte  del siglo XX.  Con un lenguaje tan duro como lírico, la autora nos lleva con mano  maestra a través de la existencia  de  unos personajes  que luchan por echar raíces  en una  tierra que, en muchas  ocasiones, sienten que no les pertenece, que  no es la suya, que  es ciertamente hostil.  Y la palabra juega aquí un papel importante, crucial. Aprender un idioma es la diferencia entre tener o no tener identidad, entre adaptarse o morir, entre tener una vida u otra. Es curioso cómo el personaje que más lucha por adaptarse, Rebecca, gana en el colegio un concurso de deletreo de palabras (algo muy típico de la cultura norteamericana y que hemos visto en muchas  películas) y recibe como premio un diccionario, libro que le acompañará en buena  parte de su futura aventura.
                Sin embargo, en la segunda parte de la  novela, el lenguaje de las palabras es sustituido por el lenguaje  de la música, suavizando, como si  de una partitura de Chopin se tratara, parte de la dureza innata en esta trama. Esta segunda parte de la historia actúa como negativo (pero en positivo)  de la  primera parte. El lector tiene la  sensación de que tanta felicidad parece irreal. Creo que este es uno de los grandes  aciertos de  la novela. Con unas primeras trescientas cincuenta  páginas tan duras, el lector no siente  como felices los momentos vividos en la segunda parte, y un dulce poso de tristeza impregna cada página, siempre leídas con avidez.
                Novela sobre identidades  y palabras, sobre cómo el lenguaje construye  realidades y espacios en los que  poder vivir (o más bien sobrevivir) en un mundo difícil. Imposible no  acordarse al leer esta obra del maravilloso libro de  Orhan Pamuk El libro negro, novela que, salvando las distancias, guarda muchos puntos en común con La hija del sepulturero.
                MARCO  A. TORRES

(1).  OATES, J.C., La hija del sepulturero,  Santillana Ediciones Generales, S.L., Punto de Lectura,
                            Madrid, 2009, p. 647.

EDICIONES FORUM S.A.

Con una encuadernación más bien barata y un tamaño de bolsillo, y bajo el pomposo nombre de "GRANDES AVENTURAS", se esconde uno de los tesoros de mi niñez. Se trata de los libros de la editorial Forum que cuando tenía doce o trece años comencé a comprar de forma casi compulsiva. Por un módico precio podías adquirir un libro (en edición íntegra, según rezaba la esquina inferior derecha de la portada) que  te aseguraba un buen rato de diversión. Estando los Harry Potters y compañía en el limbo de los seres de tinta aún no creados, esta colección de libros me brindó la oportunidad de un encuentro milagroso con algunos grandes, muy grandes, escritores. Walter Scott, Julio Verne, Jack London, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, ... así como otro buen puñado de autores que pasaron a formar parte de ese territorio, brumoso y difuso, llamado memoria: Emilio Salgari, Alejandro Dumas o James Fenimore Cooper.
 Con el  mismo ansia con la que un hambriento devoraría un buen solomillo, mis  retinas no eran capaces de asimilar tanta belleza, tanta capacidad para viajar, a través de palabras, por un mundo donde las reglas se subvertían; un mundo donde yo, ese chico que pasaba  desapercibido entre las chicas de clase y al que  mis compañeros dejaban el último para elegir en los partidos de fútbol del recreo, era el único dueño de un destino escrito a golpe de genio. Las  noches comenzaron entonces a hacerse más cortas. Supe descubrir la magia  del flexo proyectando  su luz sobre  el papel, ese dulce sonido, en el silencio de la noche, de las hojas pasando entre mis dedos, el corazón acelerándose al acercarse el final de la aventura, el desenlace de la historia.  Dicen que leer es un ejercicio de profunda  y feliz soledad. La verdad es que nunca me siento más acompañado que  cuando comienzo a leer un libro.
 Harold Bloom escribió una vez que los actuales lectores de Harry Potter serán los futuros lectores de Stephen King. No tengo nada en contra ni del personaje de la señora Rowling ni del supuesto maestro del terror, pero pasando los dedos por los lomos de los libros de la editorial Forum S.A. que  aún conservo doy gracias por aquel día, hace ya  muchos años, en el que mi madre me regaló Escuela de Robinsones.
                                                                 MARCO A. TORRES